La poderosa lección de un hombre que lo dejó todo por la Iglesia me enseñó con un Himno

himno sud

“La lección que un joven misionero aprendió a través de un humilde miembro y un himno SUD” 

Cuando los Profetas dijeron que el Evangelio llegaría a los confines de la tierra, lo dijeron en serio.

Guiuan, Samar, una pequeña ciudad en las Filipinas, era la más alejada de cualquier lugar en que haya estado alguna vez. Me estaba acercando a los últimos cinco meses de mi misión cuando me dijeron que me trasladaba a Guiuan, en un viaje de nueve horas en autobús y jeep desde la casa de la misión.

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Esta área era generalmente conocida durante toda la misión como “completa oscuridad” porque estaba muy lejos de cualquier cosa. Aprendí que el sobrenombre de Guiuan era cierto para muchas cosas. También aprendí algunas de las mejores lecciones de mi vida mientras estuve allí.

misioneros

Mi compañero, el Elder Macababad, y yo intentamos hacer todo lo posible para amar a la gente de nuestra área. Trabajamos duro para llevar el Evangelio a la gente. Día tras día tratábamos y hacíamos contactos en las calles, tratando de encontrar a alguien que escuchara nuestro mensaje. Trabajamos duro sirviendo a la comunidad para que la gente pudiera ver que sólo queríamos ayudarlos; pero ni siquiera nos dejaron hacer eso.

A medida que fracasábamos en nuestros esfuerzos por llevar el evangelio a estas personas, nos volvimos in poco negativos y un tanto deprimidos.

Y un día visitamos al hermano Lucio.

El hermano Lucio había sido miembro durante cuatro años. Había aceptado el evangelio porque un Elder le había dado arroz cuando no tenía comida. Él pensó que una persona que daba algo sin pensar en la recompensa, debía pertenecer a la verdadera Iglesia, por lo que fue bautizado. Sabíamos que los himnos era lo que más le gustaba de la Iglesia.

El primer día que lo conocimos quedó grabado de forma indeleble en mi mente. Su pequeña casa estaba hecha de bloques de cemento, que eran tan viejos que se desmoronaban cuando los tocabas. Los pedazos de chatarra servían como techo. En muchos lugares, el metal se había oxidado por completo, exponiéndolo a lluvias torrenciales. Una pieza de contrachapado mal ajustada servía como puerta. La basura y las aguas negras corrían por la alcantarilla de su casa. Mi corazón se sintió triste, como lo había hecho mil veces antes, cuando veía la gran pobreza en la que vivía. Yo me preguntaba cómo alguien podría vivir en circunstancias tan deprimentes.

El hermano Lucio abrió la puerta y gentilmente nos invitó a entrar. Me tomó un minuto para que mis ojos se ajustaran a la oscuridad interior. Mientras lo hacían, miré a mi alrededor para encontrar un fuego ardiente en una esquina.

Algunos platos sucios yacían en las cenizas. El techo y las paredes estaban cubiertos de hollín, haciendo que la habitación pareciera aún más sombría. Discos con los nombres Frank Sinatra, Bing Crosby y Glen Miller colgaban de las paredes. Los soldados de la Segunda Guerra Mundial se los habían regalado cuando dejaron la isla. Su color negro hacía muy poco al iluminar la habitación.

cabaña

Nos invitó a sentarnos en un banco y comenzó a hablarnos sobre su vida. Nos dijo que cuando se unió a la Iglesia, su esposa y sus hijos lo abandonaron, sus amigos lo rechazaron y su comunidad lo excluyó. Dijo que era difícil estar solo y que se sentía muy solo. Los himnos, compartió él, eran las únicas cosas que lo consolaban cuando se sentía triste o solo.

El Elder Macababad y yo nos quedamos y hablamos durante un rato; luego, cuando nos preparamos para partir, le preguntamos si podíamos cantarle un himno. Una amplia sonrisa cubrió su rostro envejecido, se puso de pie lentamente, caminó hacia su mesa, buscó algo entre una pila de libros y eligió un himnario que había sido muy bien utilizado.

Le pedí que eligiera un himno que pudiéramos cantarle, así que comenzó a buscar. Pero luego se detuvo de repente y dijo que nos cantaría su canción favorita. Lentamente, pasó las páginas hasta que encontró la canción. Mientras alisaba suavemente las páginas, nos dijo: “Elderes, cuando estoy triste, canto este himno y no puedo evitar sentirme feliz.” Luego él comenzó a cantar estas palabras:

“Tengo gozo en mi alma hoy,

que brilla mucho más

que el sol con todo su fulgor,

pues Cristo es mi luz….

Alegría en mi alma hay,

y siempre gran amor

Por bendiciones que me da,

a Él daré loor.

Aunque no estaba cantando la melodía correcta, y el ritmo no era el correcto, nunca había escuchado algo tan hermoso. Con cada estrofa que él cantaba, las palabras se hundían profundamente en mi alma, ablandando mi corazón y abriendo mi mente más allá de mis propios problemas.

Aquí estaba un viejito que vivía en la oscuridad, sin nada en este mundo para consolarlo, sin familia, sin trabajo y sin amigos cercanos, sin embargo, él logró ver la luz. Una luz más allá de lo que este mundo le había proporcionado. Él vio y sintió el milagro de la luz de Cristo y su amor. En Él encontró alegría, consuelo y sentido de pertenencia.

Mientras él continuaba cantando, mis ojos se llenaron de lágrimas de gratitud por todo lo que tenía. Me sentí avergonzado por todo la murmuración que había estado haciendo. De repente, las cargas que llevaba se aligeraron. Qué pequeñas e insignificantes fueron mis molestias pasajeras en comparación con lo que vivió este hombre. Literalmente yo lo tenía todo pero no había podido verlo.

En ese momento, decidí ver la luz  y dejarla entrar en mi alma. Decido a que si el hermano Lucio podía ver la luz en medio de la pobreza, entonces yo podría verla en mi vida.

Mi testimonio creció en gran manera a partir de esa experiencia y me ha sostenido a través de cada “prueba” que he atravesado desde entonces. A veces me olvido de lo que aprendí y sigo dando coces contra el aguijón (Hechos 9:5); pero cuando me detengo a pensar, mi mente me lleva de regreso a una pequeña cabaña oscura, literalmente en los confines de la tierra, donde aprendí la alegría del Evangelio.

En mi mente todavía puedo escuchar al hermano Lucio cantando con su voz vacilante: “Tengo gozo en mi alma hoy.”

Este artículo fue escrito originalmente por Garrick Greenhalgh y es un extracto del libro “Everyday Miracles” y fue publicado por living.com bajo el título: “The Powerful Lesson a Man Who Gave Up Everything for the Church Taught Me with One Song

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